Hacia el final o el principio de todas las cosas, el elefante deambula por el bosque. Es blanco, orondo, majestuoso. Algunos dicen que tiene tres cabezas, otros cinco, los más entusiastas -que nunca lo vieron- apuestan a que tiene siete trompas.
Al elefante no le interesa demasiado lo que opinen los demás, él sabe cuantas trompas o cabezas tiene, desde el mismo día de su nacimiento. El número de sus colas no coincide -ni siquiera duplicándolas- con el de sus colmillos de marfil color turquesa. En el bosque hay duendes que miden dos metros, árboles de miel y tucanes invisibles. Recorriéndolo un poco, también se pueden encontrar algunos cactus con la textura de una esponja, colibríes que estornudan en sánscrito y el pantano de la evolución: allí dentro chapotean la ignorancia, el ego y la ira, residuos que aparecieron cuando un alebrije, con cuerpo de ciervo y cabeza de rinoceronte, respiró el eco de algún sueño humano. Los céfiros del tiempo, cada tanto, son capaces de atravesar las barreras de la realidad.
¿Qué es la realidad? En aquel bosque nadie se pregunta esas cosas, porque saben desde siempre que la realidad no existe. Por el contrario, se dedican, los más pequeños (ardillas azules y caracoles sin antenas) a subirse sobre el lomo gigantesco de Airavata (así se llama el elefante blanco de innumerables cabezas), acompañando el paseo que Indra (el rey de los dioses que lo monta), suele dar por las mañanas, bajo cielos nublados cubiertos de estrellas. Desde allí, se dirigen siempre hacia el este, abren muy lentamente una puerta de algodón y se encuentran con el Océano Concéntrico, centinela de las entradas que miran hacia los cuatro puntos cardinales. El reverso de la puerta del este, antesala del bosque de Indra y Airavata, es la que lleva directamente hacia el Inmenso Océano Primordial.
El Océano Concéntrico separa a siete continentes, también concéntricos. El agua que los rodea, con el primer océano, es salada, la única que conocen los humanos. Luego las sustancias se van transformando en caña de azúcar, en vino, en ghi (mantequilla clarificada), en cuajada, en leche y, finalmente, en agua dulce. Al elefante blanco y al dios entre los dioses les agrada contemplar este océano, ya que se encuentra justo en el interior del ojo de la tormenta de Yambu Duipa, el vasto territorio que resiste, desde el origen del Universo, bajo el Monte Meru.
© Nicolás García Sáez