Suena áspera y curtida la voz del viejo Keith, que se despide diciendo que es el peor; compañero de tretas y trotes, el gran Mick saca la lengua y mueve sus labios para avisar que hay un chico nuevo en el barrio. Susurran sutiles sus loas los Stones mientras se van colando sus voces entre finísimos granos de arena blanca. Dios los salve. Retumban sus voces en la espuma del mar tibio del Caribe mientras una caricia se hace cosquilla y hace reir a carcajadas a dos tórtolos treintañeros que están en lo más dulce de su luna de miel.
Naranjas y azules violáceos, más azules y blancos de otro planeta: es temprano , acá, en Aruba. Los ojos no duelen y la sonrisa se va dibujando solita. Papaya, mango, piña, cereal y centeno; yogurth, jugo, café…desayuno de campeones toman las princesas bronceadas de curvas pronunciadas; lo toman también intrépidos muchachos de ropajes extra fluorescentes que, pipones, se deslizan sobre sus tablas parafinadas y van toreando mansos los vientos alisios. Suenan trompetas, trompas y trombones anunciando la apertura de la edición del evento de windsurf más conocido del Caribe.
Parecen ponerse de acuerdo -al ser entrevistados- los apasionados windsurfistas que entonan lisonjas a su pequeña dama antillana. Van y vienen las velas multicolores, los altavoces anuncian concursantes de todo el mundo; las palmas que suenan, las féminas increíbles riendo su belleza, el mar prepotente mostrando un turquesa onírico, imposible, Oh, Paraíso, ¡Salud!.
Abandona la playa el jeep rentado en el centro arubeño, que tiene alguito de Amsterdam (recordemos que el vínculo de la isla con Holanda es indisoluble) y apunta su trompa hacia el famoso faro California, que aparece orgulloso, marcando prepotente el extremo norte de la isla. Varios metros más abajo, los chivos silvestres berrean y mascan pasto.
Otra vez en el camino, bordeando la costa, se cuelan por las ventanillas barcos y barcas en chirriantes colores, flamencos rosados, iguanas la mar de simpáticas, más chivos, dos chivitas, hoteles gigantescos . Gacelas bronceadas, paparazzis sudorosos todo terreno que no pierden instante ni detalle y van bregando contra el generoso sol del Caribe. Catamaranes descomunales, embarcaciones cuyo precio debe rondar los varios millones de dólares, famosos del mundo que esconden sus ojos, muestran sus sonrisas, los dientes.
Parece querer desprenderse de su cuerpo y nadar este mar de mediodía, con sus hojas brotando a borbotones, con sus ramas de abrazos de madera, con su tronco retorcido, con su copa que parece enterarse de todos los secretos del océano y que apunta eterna hacia el sudeste. Causará gracia y, segundos después, un profundo respeto, el divi-divi, árbol curioso si los hay, símbolo nacional de Aruba. Se aprovechará su sombra para armar la tertulia y disfrutar del almuerzo. Sugerencia del chef: como entremés, propone sanger yena (salchicha arubiana) o scavechi ( pescado frito marinado); a la hora de las sopas y en honor a Mafalda, nos jugaremos con una sopi di pisca, sopa de pescado fresco. A continuación, van desfilando los platos fuertes: llegan primero las balchi pisca (o bolitas de pescado), acto seguido probaremos el keri keri (pescado gratinado) y el komkomber stoba, que es un pepino estofado y arubiano. Luego de los postres, en donde abundan el dushi di tamarjin (dulce y sabroso tamarindo) kesio (flan arubiano) o sunchi (besitos de merengue), trataremos de no dejarnos vencer por una catarata de bostezos. No way. Nos vencerá en justa batalla la pachorra que, despatarrada, se acomoda sobre un colchón de arena que parece nieve, nívea y tibia: el ojo derecho se va cerrando de a poco, persiana de verano y arrabal; el ojo izquierdo deja deslizar por su pestaña más fina la última gota bañada de sal y pispea de refilón un par de glúteos juguetones y bronceados que se bambolean en la orilla. Pero no. Sigue el juego y gana el sueño.
Con el sabor de la victoria en los labios festejaremos junto a un trago largo, exótico, de varios colores, típicamente tropical y contemplaremos satisfechos lo que el Caribe regala con moño a nuestro alrededor: reposeras reclinables ideales para repantigarse, barcos que la juegan de corsarios y piratas, peces descansando de los barcos que los pescan, pescadores descansando de los peces y de los barcos, un baladrón balbuceando una balada baladí, tiernos retoños con sus palas y sus baldes haciendo castillos de arena que luego se lleva el viento, quijotescos molinos de viento holandeses, muelles añejos de melancólica madera, velas, veleros, beldades…
Rumbea la rumba su rumbo y retumba su ritmo en la parafernalia de los paradores dispersos a lo ancho y a lo largo de las playas de la isla: van y vienen los mozos morenos de moño morado, equilibristas de la bandeja que atienden sonrientes a la selecta concurrencia que se ha dado cita en lo más granado del tendal. Se ve, se siente, la bonanza económica está presente y atrae a inversores, turistas, trotamundos, artistas, familias, enamorados, famosos, colgados, jubilados… de todo un poco. Isla magnánima como pocas, aquí hay de todo y para todos los gustos.
Un chaleco para compensar la flotabilidad, un regulador, el computador, un octopus (segundo regulador), el medidor de profundidad y aire que queda en el tanque, cinturón de pesas, wet-suit de lo más gallardo y patas de rana: decididos, los buzos se arrojan a lo más profundo del turquesa que se va haciendo cristal. !Splash! Nadan sus aguas los viejos lobos de mar, guiando a la cofradía, que viene chapoteando su bautismo entre millones de patadas y burbujas. Buques fantasma, aviones y barcos hundidos; misterio y secretos en los puentes, las cabinas, los arrecifes de coral. Una nube multicolor zigzaguea y quiebra el agua: son peces, pececitos del Caribe. Todas las voces cantan al unísono la visibilidad que alcanza los treinta metros: aparecen más peces que bailan con los buzos y lejos, muy lejos, apreciamos a un submarino amarillo con turistas espiando por la ventanilla.
Otra vez en la arena, ponemos primera, la ruta espera. Hay casas humildes en tonos pastel, casas de medio pelo y jardines cuidados; casas de las buenas vestidas de holandesas, campos de golf con la alfombra nueva, cementerios discretos, shoppings, resorts y fast foods. La radio despide un viejo rockabilly y el locutor saluda a su distinguido público en un mejunje variopinto de dialectos y lenguas. Retumba en el pavimento el papiamento, idioma de uso diario que mezcla un poco de español, otro poco de francés, un poquito de portugués, bastante de holandés y otro poco de inglés.
Cae otra vez la tarde, tan naranja como nunca antes. Veleros de película de sábado de superacción se desplazan como el fuego de una vela que se apaga lentamente y resucita al día siguiente; la brisa del mar sopla carcajadas y las festicholas en las playas van pintando más que bien. “Bonbini” por aquí , “Bonbini” por allí, claman los carteles, los transportes, los hoteles. ¨Bienvenido¨, es la traducción al español, nunca más exacta, nunca tan precisa. Reina del cielo es la noche, que se lleva de maravillas con el neón, que titila y tirita colores, aquí, en Aruba. Abren sus puertas las tiendas, los magníficos restaurantes, los bares de cowboys ruidosos; abren sus puertas los catamaranes, las embarcaciones con fiestas a bordo, los boliches que arden con todos los trapos de la noche. Abren sus puertas las palmeras, que abrazan a las playas con arena de luna, al mar, que no se ve, pero se siente tibio y siempre cercano. Hacia allí me dirijo. Un abrazo, una brazada, otra más, la cabeza bajo el agua, abrimos los ojos: Bonbini.*
* Nicolás García Sáez , texto y fotos, para la revista ¨Argentina Traveler¨ / También en la revista española “Rutas del Mundo”
Año 2000 / 2004 / Buenos Aires / Barcelona
Originales impresos a disposición del/la interesado/a
