Mediodía de sol diáfano e intenso. El turquesa baña el cielo en Yacanto de las Sierras, en el Valle de Calamuchita, el primero , o el último , de los pueblitos serranos que se encontrarán a lo ancho y a lo largo de la travesía. Colaciones y mates son cargados en bolsitas y bolsones para ser depositados en los asientos traseros de estas camionetas bien lustradas. La hoja de ruta ya está en la mano y el motor, hecho un oboe, canta y dispara primera.
Se entienden mucho mejor las cosas arriba de una 4×4 con paisaje serrano incluido en cada una de sus ventanillas. Hay un ritmo interno de camaradería que ordena las palabras y aceita los nervios. Zarzamora, peperina, lavanda…los aromas se cuelan, suavizan la charla, endulzan la siesta que nadie duerme. El Cerro Áspero (2.150m.), valga su nombre, espera en su regazo a las casi cincuenta personas, niños y adultos, que comparten estos días de travesía. Gotas electrónicas de trip-hop empapan la tarde de ocres y azules. Se encienden las luces altas, luciérnagas curiosas que iluminan el camino, sobre la tierra las piedras se hacen más pesadas. La camioneta torea el borde del precipicio, resiste en un instante eterno y dudoso, con gusto a garganta seca. Pero la duda es vencida por la seguridad, la firmeza y la practicidad de las manos que se aferran al volante que se mueve, atisbando una salida. Taquicardia, adrenalina, el embrague no existe, el corazón del motor ruge, saca pecho, vuelve en una nube de tierra al cuadrilátero.
Noche de duendes con cielo de chispas plateadas alrededor de lo que fue un pueblo minero en busca de tungsteno, hoy semi abandonado en la inmensidad de las sierras cordobesas. Hay que cruzar un puente de madera, trémulo y tembleque, para ganarse el premio del fogón. Varios metros debajo murmuran las piedras del río. Del otro lado, el símil de pueblo mexicano de peli triste de Buñuel se aprovecha del laberinto de paredes descascaradas y ambientes tenebrosos. Pasos, pisadas, ramas que crujen, luz descubierta entre sonidos, murmullos, conversaciones, la cofradía arma la tertulia alrededor del carbón hecho brasas, meta vino, meta carne, meta pan, convidando los cuentos opíparos al fogón. Corre ebria la uva, el maestro de ceremonias da vueltas alrededor de un círculo oscuro, chispeante, dorado. A pocos pasos un par de tórtolos se besan sobre el musgo, se resbalan, caen al río.
El gallo al alba entona mate cocido y pan con mermelada. Se alistan los bártulos y zarpa la caravana en su periplo hacia el sol. Aperitivos de vértigo regala el ascenso de cerros y sierras. Algunos se bajan, mujeres y niños primero, a estirar las piernas y acompañan al rodado, alentándolo, palmeando el fierro a paso de hombre. El próximo punto de encuentro queda en la meseta: hay risas que imitan a las heroicas, abrazos espontáneos y momentos recién vividos que pasan a engrosar el vasto anecdotario de las travesías: primera, segunda, el odómetro, el GPS, van y vienen las palabras de entendidos, se apaga el último cigarrillo, otra vez en el camino. Senderos que esperan a decenas de tuercas, trotamundos incorregibles que contagian el entusiasmo de un viaje intenso a la nueva generación; ya cerradas, abiertas y vueltas a cerrar las tranqueras de los campos cordobeses, llega la pausa.
Una alfombra de pinos forestados, curiosos caballos casi salvajes, el misterio de las sierras eternas de los comechingones y el murmullo del río fluyen hasta la hora del asado: mollejas, vacío, chorizos, costillitas, costillotas, chinchulines por doquier. Se respira hondo y profundo y se come manso y tranquilo. A centímetros de la parrilla, dos vegetarianos (yo soy uno de ellos) brindan con agua y albahaca.
Una línea recta de piedra y polvo marca el rumbo a Río de los Sauces; un poco de funky, otro poco de jazz, alguno que se anima y entona algún viejo tema de Almendra. Otra vez la camaradería, el compañerismo, afuera y adentro de las camionetas. Voces electrónicas, saludos, ocurrentes, algunos chistes inspirados, otros muy malos empiezan a correr como reguero de pólvora y explotan en una risa de radios compartidas.
La noche es fresca en las rutas de San Luis, Merlo espera: un buen hotel, una buena ducha, microclima famoso, una vuelta por el pueblo, pizza, birra y luces y hasta mañana. El gigantesco cráter del volcán “El Morro” es el premio puntano por excelencia para estas quince camionetas aventureras. A las once de la mañana, bajo un cielo azul perfecto, las cosquillas del viento acarician a la caravana intrépida. Arduo ascenso, algún gancho de remolque por ahí, un niño que rompe uno de los dos lentes de mi cámara de fotos…y un sol que se estrella donde los pastizales hablan de la ausencia de la lava. Con el lente que me queda hago una foto de todo el grupo mientras todos ellos, sin que falte ninguno, me aceptan y festejan mi condición vegetariana.*
*Nicolás García Sáez, para la revista ¨Argentina Traveler¨
Año 2000
Original impreso a disposición del/la interesado/a