Aparece con los brazos abiertos y una sonrisa, revoleando en el aire un bastón. Me pregunto para qué lleva ese instrumento, madera de confección modesta, si sus décadas lucen tan juveniles. Pienso que tal vez sea por el camino de grava, irregular y serpenteante. Nos abrazamos bajo el árbol de nísperos que antecede la entrada a la Sala Ocampo, una pequeña joya arquitectónica que renovó parte de la vida cultural en el Valle de Punilla. Miguel, sin soltar mi hombro, una demostración de afecto que valoro, me muestra unas lavandas que apenas se sacuden con el viento. Él ya está viendo uno o mas cuadros, celeridad en los colores, interpretaciones y reinterpretaciones de esas formas y colores. Yo aún veo lavandas sacudiéndose, aprovecho para fimarlas.
Conozco a este pintor. Durante la adolescencia, aprovechando algún período de vacaciones en La Cumbre, cada tanto lo veía desplazándose por las calles solitarias del pueblo en un fitito violeta sin techo que acaparaba casi toda mi atención. Aquel descapotable me parecía una maravilla interplanetaria, la sofisticación de la austeridad, un epítome estético que llegaba a lo más elevado de su concepción. La velocidad era la justa, la necesaria y yo relacionaba a aquel galán maduro y sus cabellos canosos al viento con los de un Jean Paul Belmondo serrano. Otras veces lo encontraba conversando en alguna exposición de pintura, o por el pueblo, adentro de un bar repleto de gente, mirando en la tele los partidos de Boca Juniors. Era interesante ver a un diplomático con carrera en destacadas ciudades europeas gritar los golazos xeneizes. Me daban ganas de acercarme para recitarle la formación boquense completa, con titulares y suplentes, pero había tanta gente en el medio que el tiempo se evaporaba o seguía de largo. El encuentro se daba entonces a través de la casualidad. Al establecer contacto me descolocaba, ya que parecía un hombre serio, un tanto huraño, sumergido en el trabajo y sus propios pensamientos. Más tarde nos fuimos acercando de a poco , aquella parte de mi opinión sobre su carácter fue cambiando y, al acudir a varias de las exposiciones semestrales que realiza en su Sala, pude empezar a entender, y sobre todo a apreciar, los vericuetos y las pasiones del paisaje abstracto, siendo Ocampo el mayor referente que hay en el país.
Lo habrá hecho bien este pintor que expuso infinidad de veces en galerías importantes de varios continentes, con obra suya adquirida por, citaré a un puñado como muestra, los Museos de Bellas Artes de Buenos Aires, Santiago de Chile y Montevideo, la Colección de Estado de Francia y el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Hoy, mientras los coleccionistas expeditivos están atentos a cada paso que da en su trabajo, Miguel se lo toma con calma , recordándome una anécdota en francés que tuvo con aquel otro grande, André Lhote. Le pido que me traduzca ya que mi conocimiento de esa lengua a menudo, aunque no siempre, no va más allá del bonjour y el voilá. “ ¡Usted todavía pintando como Bonnard! ”, le dijo Lhote al joven Ocampo en su taller, un gigantesco galpón parisino que era frecuentado por ex combatientes de la segunda guerra mundial y discretas multitudes de artistas que, como en un anfiteatro, se congregaban allí durante los sábados. Nos reímos. Hoy es jueves, clima impecable, son justo las doce de un mediodia soleado. Con parssimonia y sencillez Ocampo habla sobre Mondrian y Cezanne, quienes lo encaminaron hacia lo abstracto ; me habla de su amistad con Hlito y Maldonado, con quienes se empapó de contemporaneidad, y me hace una síntesis magistral del puntillismo, el geometrismo y el plasticismo. Acto seguido, me dice que por estos días anda pintando unos cuadritos. Pienso si le suplico o no para que me lleve a verlos de inmediato. Me imagino lo que pueden llegar a ser esos “cuadritos”. Con el tiempo, a través de los libros que tratan sus pinturas y comentarios, o visitando la sala, observo cada vez más sus trazos, su obsesión puntillista (que, en parte, me ha contagiado) otros mundos en la percepción de los colores que festejan el lugar asignado: lienzos contenidos por una energía serena o desbordante, contenida a su vez dentro de una sala que ya es reconocida tanto por su interior como por su exterior. Ocampo es incansable, nunca me deja indiferente. Pero me muerdo la lengua e intento guardar las formas para seguir escuchando sus palabras tranquilas. El hombre deja silencios cómodos durante la conversación, participando al interlocutor, horadando en sus propias frases. A medida que avanza, yo veo pinceladas. Miguel también tiene algo de maestro zen en sus movimientos. Tengo la sensación de percibirlos cuando él lo considera necesario. Lo observo un poco más: sus pantalones, como casi siempre, están manchados con millones de puntitos que abarcan todos los colores de la paleta cromática. El bastón se mueve de un lado a otro, señala unas flores amarillas, azules y blancas.
Pienso otra vez en los “cuadritos” mientras él me dice que, por estos días, cuando pinta, lo hace mirando más para adentro que para afuera. “Estás solo frente a la pintura y el color, en el sentido de preguntarte que te hacés con vos mismo, no de ilustrarte a través de los otros sino que hacés vos con lo que has ilustrado”. Durante un silencio en el que Miguel se detiene a escuchar a los pájaros, yo estoy a punto de abrir la boca. La cierro apenas noto que los labios se separan. Repaso lo que me acaba de decir. Algo resuena adentro mío: la admiración, tan sutil en la voz de Ocampo, cada vez que surgen Cezanne, Mondrian, Monnard y Maldonado. Recuerdo también aquella vez que presencié su emoción en el Museo del Tigre, en la provincia de Buenos Aires, cuando expuso junto a su amigo ausente, Alfredo Hlito. Luego lo recuerdo caminando por las calles tranquilas del pueblo. Hace algunas semanas nos encontramos cerca del centro y alrededor nuestro se generó una pequeña conmoción. El pintor andaba paseando bajo el sol con una boina negra y el bastón inquieto, ese mismo bastón que pasa más tiempo en el aire que en el suelo. Mientras intentábamos ponernos al día escuché (todo esto en menos de medio minuto) un bocinazo, un “¡Maestro!” y un “¡Miguel!”. Ocampo los saludó a todos, cordial y con gesto manso. “Este puede ser un buen lugar después de haber vivido tanto tiempo en Buenos Aires, Roma, París, New York, vida intensa, de evolución, pero tal vez La Cumbre, a su manera, sea la más intensa de todas ”, me confesará en algún momento. Así, lo imagino leyendo, haciendo combinaciones delicadas o complicadas de colores, transitando el devenir de la vida con Susy, su mujer y compañera. Imagino pintando una y otra vez a quien compartió largas tertulias y momentos familiares con Mujica Láinez y Julio Cortázar. Cuando le pregunto sobre alguno de los sentidos que justifican a la pintura y el acto de pintar me dice: “ es como una botella con un mensaje adentro que se arroja al mar”. Así de contundente. Así de simple.
En pocos años la sala que lleva su nombre ya se ha hecho conocida a nivel nacional. Cómoda y espartana, el frío blanco o el gris de las paredes, la ubicación de todos los elementos y la potencia o cierta pirotecnia serena de las luces y la naturaleza palpitando sobre los lienzos, conforman un conjunto de cuadros bien distribuídos en el espacio dispuesto, logrando un equilibrio cálido que sorprende y hace susurrar al visitante. La otra luz, la de un mediodia diáfano, es alucinante para ciertas cosas, pero no para hacer todas las fotos de exteriores. Recorremos entonces la muestra preparada especialmente para festejar su cumpleaños. Frente a un cuadro muy comentado, cuyo título apenas surrealista reza “Aquella flor tango”, lo fotografío. En un momento Ocampo se distrae, observa a esa flor blanca, inmaculada y radiante, fruto de su paciencia y trabajo, talento, imaginación, una flor que flota sobre un fondo plano, azul verdoso, cobrando vida ante los ojos de cualquiera que se proponga apreciarla ¿Que estarán pensando? Click. Caminamos, hablamos, nos reímos. El pintor se detiene cándida y cálidamente ante unos pastizales dorados que se sacuden entre los céfiros, sobre un fondo turquesa intenso. Un cuadro conmovedor que probablemente haya pintado en la soledad de las sierras y que a mi (cada interpretación es un mundo) me hace acordar a los colores del Club Atlético Boca Juniors.
© Nicolás García Sáez* / Diario ¨La Portada¨ / *Editor del suplemento de viajes, turismo y cultura*
Año 2012 / La Cumbre
Ejemplar impreso a disposición del/la interesado/a
En you tube (video: Nicolás García Sáez)