Para los grandes viajeros o los turistas curtidos existe un destino muy cercano a la siempre encantadora ciudad de Colonia que está dando que hablar. Allí, en ese destino, no hay mucho pero está todo, como la vuelta a un estado primigenio en plena era posmoderna (o digital, según algunos). Por eso es recomendable que si usted está acostumbrado al movimiento, a cierto tipo de abundancia y diversión, cargue ese tipo de baterías en Colonia yendo, por ejemplo, al shopping homónimo a darse una panzada de películas en las salas de cine con propuestas 3D, o yendo a conectarse a Internet hasta que le duela la cabeza y así despedirse (temporalmente, claro) de todos sus parientes, amigos y conocidos y acopiar, allí mismo o en los alrededores del casco histórico, antojos epicúreos , ropa y electrodomésticos que ofrecen los locales comerciales, los mismos que por unos cuantos días, semanas o meses no volverá a encontrar en su camino.
El lugar elegido en esta ocasión es el balneario de Santa Ana, ubicado a 22 kilómetros de Colonia, sobre la costa uruguaya del Río de la Plata. Para el desprevenido lo primero que llama la atención es el tamaño y la altura de los árboles: son impresionantes, intimidan, provocan un profundo respeto. Y no es para menos ya que ellos fueron y siguen siendo los primeros habitantes de la zona. Me agrada sentir esa confusión, el desconcierto tibio del recién llegado, pero luego de algunas horas de caminata necesito algunas certezas. Busco información profesional y me pongo en contacto con Dalel (nombre de origen árabe) una señora apasionada con su lugar, dueña de una inmobiliaria. Me entero que en la década del cuarenta del siglo pasado, cuando comenzó a planificarse Santa Ana, se plantaron alrededor de un millón de árboles de diferentes especies como ceibos, tipas, eucaliptos, pinos, robles, abetos, platanos, acacias y araucarias, entre varios otros. Ahora entiendo un poco mejor el tema del tamaño y la altura y porqué, entre todos, provocan estos paisajes increíbles de túneles descomunales hechos por troncos, ramas y hojas, o de bosques a la vera de la playa y raíces gigantescas extendiendo sus tentáculos sobre la arena, cálida y fina. No es casual que la calle principal de este balneario se llame “Rambla del Medio Ambiente”. Aquí parecen tomarse la cuestión ecológica, en su forma y fondo, muy en serio. Hay una sobredosis de eufonías narradas por pájaros variopintos y paisajes para deleitar y hacer delirar a todos los sentidos, el trinar permanente, pero también amortiguado, ablanda los pensamientos.
Kilómetros y kilómetros de playas incitan a deambular, a dejarse llevar por el arrullo del río mas ancho del mundo, que presenta su oleaje similar (y me arriesgo a decir un poco mejor) a como se escucha y se puede observar cualquier día tranquilo de bandera celeste en el Océano Atlántico. Y esto es una grata sorpresa que además tiene la ventaja de, luego del chapuzón, evitar la molestia del picor o el gusto tan denso que tiene la sal después de un mal trago involuntario. Agua dulce y limpia que facilita la convivencia con el entorno y que, según que días, hay que caminar algunas decenas de metros hacia adentro para que nuestros cuerpos comiencen a flotar (o volar) mientras los pies se desprenden de la arena. Allí adentro podremos observar a
Santa Ana tiene aires de country amable, como un José Ignacio discreto, un tanto más rústico, sin tanto petrodólar, ni faro imponente, pero más poblado, en donde predominan construcciones interesantes habitadas por una comunidad cordial que probablemente no vea con buenos ojos la construcción de moles o edificios. La gente del lugar se saluda por su nombre, cuenta las novedades del día, se mezcla con los turistas y viajeros que aprovechan las bajadas a la playa para probar suerte en un kayak o, también río adentro, hacer contorsiones teatrales en el aire gracias a ese deporte fastuoso que es el kitesurf, aconsejable para practicar durante las mañanas o tardes solitarias y ventosas, o para observar el desplazamiento de damas y caballeros sobre sus tablas, una delicia que comulga con las leyes de Eolo y la física. Otros pasean en sus lanchas y botes, pescan bogas y dorados o se dedican a gastar mansamente las horas del día con la pareja, los amigos o la familia hasta que aparece ese sol naranja, inmenso y fanfarrón, cayendo sobre el horizonte con toda su belleza como solo puede hacerlo en este lado del Río de la Plata.
Aquí también hay una pequeña plaza, un club social y deportivo, cabañas, hosterias y un camping para descansar. Bordeando el camping, a ambos márgenes del arroyo de los Artilleros, se respira el costado más onírico del balneario, con pantanitos mínimos, aires de Mississippi sin cocodrilos y un suspiro de Tim Burton, en el lugar de reunión de los parroquianos hay, entre otros, un poster de Zitarrosa y una guitarra colgada de un perchero esperando al próximo payador. Aquí tomo un desayuno ultra abundante a un precio irrisorio (aunque, bien pensado, podría funcionar como precio base y aleccionador para los precios del mundo) mientras, a pocos metros, se arma una tertulia con ecos sartreanos que merodea entre el ser y el no ser. Bajo el cielo puro y nítido un gallo muy vago canta a las diez de la mañana, una gallineta se cruza entre las carpas con paso destartalado, cardenales, loros, palomas y gaviotas se deslizan por el aire. Camino luego por las calles de tierra , observo algunas despensas con sillas y mesas afuera en donde se puede consumir lo comprado. También se ven ciclistas, algún cuatriciclo, bancos de madera dispuestos estratégicamente a lo largo y ancho de todo el balneario para observar a este río que parece un mar, y que brinda un espectáculo aparte en sus aguas con la luna llena reverberando pomposa entre las olas.
Lo que sobresale en Santa Ana, sin lugar a dudas, es la tranquilidad. Supongo que es por eso que han elegido este lugar para vivir o pasar temporadas algunas personalidades o personajes de distinto calibre como el recientemente increpado viceministro de economía, el cantante Jairo o el humorista Luis Landriscina. Y aquí nos detenemos. Mientras me hospedo en una de las cabañas que Marcelo, mi amigo y anfitrión, tiene en el límite con El Ensueño (otro coqueto balneario uruguayo, aún mas tranquilo que Santa Ana) le pido que me dé las coordenadas para acercarme hasta la casa de quien, en muchos lugares del interior argentino, es considerado como el dios del cuento oral y el humor. Marcelo es uruguayo, trabaja para una línea aérea estadounidense, vive en Nueva York y Santa Ana es su lugar en el mundo. A través de su blackberry me muestra una imagen satelital que se va ampliando en la pantalla hasta quedar reducida a unas pocas calles. Tomo nota en mi libretita gastada, con una Bic que funciona cuando quiere. Camino, el cielo está nublado y anuncia llovizna inminente. Llego a la casa de Landriscina, toco el timbre, me presento. Menos de un minuto después, Don Luis evita dilaciones innecesarias y abre la puerta, con Ramón entre sus brazos. Hay algo que se conmueve adentro mío. Escucho los cuentos y los chistes de este hombre desde que tengo uso de razón, cuando la tele era en blanco y negro. Es la primera vez que lo veo en persona y ahora estoy sentado junto a él, en uno de los sillones de su casa. Ramón, un perro diminuto, salta alrededor nuestro con la alegria de un dibujito animado. “ Para chocarte a un tipo tenés que ir a buscarlo”, dice Landriscina, aludiendo al espacio que tantas veces abunda en estas playas. Me río y Ramón ladra. El hombre está en plena forma. Llegó a Santa Ana en el año 1965, junto a Horacio Guarany, su amigo, y con el tiempo fue adoptando al balneario como residencia permanente. Llegaron también los hijos, los nietos, más amigos. Landriscina fue quien convenció a Jairo para que compre una casa en el lugar: “lástima que ahora no esté por acá, si no le decía que venga a charlar con nosotros”, me dice, y agrega que en pocos días llegan otros amigos de Río Colorado y de Tunuyán. Comparto con este hombre su opinión sobre los uruguayos: “son muy cordiales, muy correctos, son anfitriones por naturaleza”. ¿Y la fama, cómo la lleva?, pregunto: “la gente por la calle es muy respetuosa, muy ubicada, algo que ayuda a hacer agradable el lugar”. Hace poco, y esta es una anécdota que ya circula hasta en Colonia, lo vino a visitar a esta casa el presidente uruguayo, Pepe Mujica, manejando él mismo su camioneta, sin custodia, comiendo unos churros que le compró a un puestero en la ruta. Quedo boquiabierto y, mecánicamente, relaciono de inmediato la imagen con la de otros presidentes argentinos y latinoamericanos que ni en sus sueños más húmedos y remotos tendrían un gesto así. Salimos al jardín, seguimos conversando, hacemos las fotos y paseamos por este predio generoso en donde hay una huerta grande, muy cuidada, la misma que le sirve para hacer las conservas de tomates que, junto a su mujer, les regala a sus amigos después de comer un asado. Agradezco la gentileza que esta vez me corresponde a mí.
Hay quienes necesitan avivar su lado espiritual visitando a caballeros orondos que visten túnicas de seda fosforescente o a barbudos que, mientras sus fieles meditan bajo su batuta, atienden el celular para hablar de impuestos e inversiones. Yo estuve alrededor de una hora conversando y riéndome con uno de los referentes de mi infancia ( el único al que escucharon durante años todos los transportistas de las rutas argentinas, lo único que escuchaba adentro de su auto el quíntuple campeón mundial Juan Manuel Fangio cuando iba desde Buenos Aires a Balcarce) y puedo añadir que luego, al salir de allí, mientras caminaba por las playas kilométricas, contra la marea y a favor del viento sentí cierta alegría, la que ayudó a mi cuerpo a flotar (o volar) durante aquel atardecer en el que mis pies se desprendieron muy lentamente de la arena.
© Nicolás García Sáez* / Diario ¨La Portada¨ / *Editor del suplemento de viajes, turismo y cultura*
Año 2013 / Santa Ana / Uruguay
Ejemplar impreso a disposición del/la interesado/a
En you tube (video: Nicolás García Sáez)