Si a mí, o a ti, o a él, o a ella, o a nosotros, o a vosotros, o a ellos y ellas, nos tildan de algo (cada uno elija el adjetivo que más le guste, deteste o le sea indiferente), el desprevenido intentará hacerse cargo, por maldita corrección política o por simple ósmosis, de lo que le adjudique el emisor de turno. Momento crucial. Entonces, agachará la cabeza y habrá aceptado, sin grandes sobresaltos, cargar (tal vez eternamente) con el mote de: lindo, feo, más o menos guapo, tolerante, intolerante, capitalista, socialista, papanatas, hedonista, rascacielos (no es un adjetivo, pero suena cool), generoso, ingrato, agradecido, obsesivo (todos estos van con su versión femenina, claro), melómano, rítmico, locuaz, lo que fuere…Una vez hecho esto, no hay tu tía, te adjetivan sus proyecciones con contundencia, unidireccionalmente y así te clonan a su antojo, como a la ovejita Dolly.
Aunque tal vez…
Imaginemos una pista de hielo como metáfora de la superficialidad, de aquella modorra que tenemos todos los seres humanos para observar o profundizar más allá de lo que aparece o aparenta a simple vista. Allí, uno o una, se desliza con parsimonia de tortuga anestesiada, bajo el sol, pensando en el color del otro lado de los párpados, abriendo los ojos para contemplar una nube en Madagascar, sobre la sombra de un baobab. Un viaje, un viajazo. Sin embargo, el mote, en primera instancia, te adjetiva como ¨superficial¨.
La mayoría de las personas van procastinando la idea de conocer a alguien más allá de la sentencia que, muy cómodamente, han dictaminado sobre el boceto perezoso de su prejuicio, un dibujito mal hecho que a priori pudo haber sido calificado como alegre o melancólico o blanco o negro, incluso gris (que también puede ser determinante) o frío o cálido o lento o ligero o suave, como el susurro de un duende, al amanecer. Pero ahí ya estaríamos desplegando otro abanico.
¿Qué hacer entonces? Yo suelo patinar como quien escucha llover, mientras llueve, sobre esa pista de hielo. La impermanencia de las cosas hará su trabajo y horas más tarde brillará, sobre el frío terco y níveo, un sol con ímpetu celestial. Es en ese momento en el que, trascendido el episodio del adjetivo, podremos ir en busca de los tan necesarios matices, meandros, vericuetos, surcos o vaivenes. Una vez embarcados en las sutilezas, sabremos distinguir el chispazo del resplandor, el monocromo del arcoíris, la luz que te enceguece del tenue parpadeo de una lámpara que sueña con el baile de las polillas. Advertido el emisor del adjetivo primigenio, todo cobrará el sabor de una cereza mordisqueada, allí, en el borde de la aventura que nos acerca al principio de alguna verdad.
© Nicolás García Sáez