Si, ya sé, parece que estoy volando, cayendo en picada, que soy un pájaro, o un avión (una pájara, mejor dicho, o una avioneta) con las alas más bellas que pudo haber parido la historia de la aeronavegación. Pero no. Mis patas minúsculas, frágiles como una telaraña sacudida por Bóreas & Eolo, están descansando sobre un vidrio que no es esmerilado, ni tiene sombras. Tampoco estoy en Viena, prefiero las sierras y en este ahora, mi ahora, cualquier ingeniero o aficionado a las matemáticas puede percatarse de que mi cuerpo, o cuerpito, está a exactamente 90 grados de la línea del suelo, u horizonte, y aún así se sostiene (me sostengo) incólume, inmaculada, inaudita… ¿no es admirable? Bueno, no tanto, la verdad sea dicha, es parte de lo que me otorga mi naturaleza para sobrevivir, o para esperar a que llegue la oscuridad sin lamer un solo gramo de seda, pábulo predilecto, y así poder dar vueltas en círculos, lanzarme, fiel a mi estirpe de lucípeto (que añora la luna y se conforma con las lámparas) al abrigo de mi desconcierto. Sabrán comprender, damas y caballeros, que hay que hacer acopio de paciencia en esta posición hasta que llegue la noche, si, Ella, la lenta, misteriosa noche, las horas fuscas que la ciñen y abarcan, mi gloria y mi condena apenas se encienden las luces de esta casa y mi fortaleza, rendida al llamado de todos los demonios, ángeles suicidas de la tentación, que también son mis dioses.
© Nicolás García Sáez