Amsterdam

 

Son las nueve y monedas de la mañana. Amsterdam bosteza y se despierta entre campanas y tulipanes. Un par de gaviotas se pelea por un pedazo de pan, sobre el techo de una de las casi tres mil casas bote, entre cientos de canales, donde conviven los que eligieron vivir sus días en el agua.

A metros de la antigua estación de trenes, en pleno centro, sombras que van y que vienen entre casas de cambio, lujosos hoteles, modestos albergues y famosos coffee shops: hombres serios de barba y turbante, saltimbanquis part time, adolescentes rastafaris de blonda cabellera e inmigrantes venidos de la ex colonia, Surinam, se mezclan con los ex colonos de la mítica Indonesia y con turcos e iraníes que empiezan a abrir sus tiendas de típicos productos.

Se va juntando la gente en la gran plaza del centro. Son más de cien (a las que se suman los turistas) las nacionalidades que comparten el día a día en esta babel de credos y razas. Ciudad tolerante como pocas, de límites difusos, en donde el bien y el mal se discuten hasta la pulpa misma, Amsterdam ha sabido negociar y compartir ideas que viene puliendo desde hace más de cinco siglos, épocas en las que era el mayor centro de comercio internacional del mundo.

El museo del sexo es un edificio céntrico que rinde homenaje a una de las prácticas humanas más intensas y alberga en su interior una vasta colección de objetos: películas en color y blanco y negro despidiendo resonantes onomatopeyas a granel, pechos hechos piedra, falos de acrílico de dos metros y medio de altura, rosados glúteos en las paredes, chirriantes esculturas de sátiros y sátrapas.

Visitas más serenas se pueden hacer por los museos que guardan impagables obras de arte de los grandes maestros de la tela y el pincel. El Museo Van Gogh, ofrece un recorrido que cuenta -a través de sus cuadros- el periplo pictórico del artista, desde el impresionismo que cultivó en París, hasta los años locos de colores intensos en Arlés. Otro de los museos –el Rijkmuseum– se ilumina con la ronda nocturna de Rembrandt, obra total recibida con muy pocas ganas por la crítica de su tiempo.

El mercado de las pulgas de Amsterdam, a la vera de un canal con aguas turbias, es un buen punto de encuentro para zarpar con la intuición, navegar en sutilezas y desembarcar con el sentido común entre licuadoras, lavarropas, cachivaches por doquier: aquel long play de Aznavour, abrigadísimas camperas (pueden ser en rígido cuero, pueden ser de aterciopelada gamuza), zapatos, zapatillas, zapateros.

 

Cae la noche 

Cierro el último de los botones de madera de mi campera de gamuza nueva con corderito, recién comprada en el mercado de pulgas (veinte dólares) y me dirijo hacia el muy promocionado Barrio Rojo: cuadras de bares, casas y tugurios de resplandecientes vidrieras exhibiendo en su interior bataclanas de todo calibre; las hay morenas, rubias o pelirrojas; finísimas doncellas, avispadas jovenzuelas y gastadas señoras. En la calle, romeos y bardos espontáneos entonan sus loas libidinosas, grupitos de turistas y estudiantes se codean y miran boquiabiertos, muy sonrientes.

Ya es casi medianoche de sábado fresco y abrigado, aquí en Holanda, donde cada uno y cada cual hace su juego; la oferta es variada: fiestas para solos, solas, fiestas para ellos, ellas, fiestas para todos. En Amsterdam se divierten, qué duda cabe; pregúntenle si no a ese hombre que corre semidesnudo entre los canales, con una antorcha de fuego inmenso entre las manos, o a esa parejita de octogenarios venidos desde algún rincón de Escocia, cuchicheando en un sex shop; pregúntenle a Europa. que tanto sabe de idas y vueltas, pregúntenle por una palabra que defina a la ciudad de Amsterdam: la respuesta, al unísono y en varias lenguas, es inequívoca: Libertad.

 

© Nicolás García Sáez / Texto y foto

Amsterdam / Diario Página 12 / Año 2001

 

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https://www.pagina12.com.ar/2001/suple/Turismo/01-05/01-05-06/nota03.htm