Hipnotizado por las mágicas arenas color negro azabache, el alemán Helmut Rotenspiegel, renombrado neurocirujano de Baviera, se desnudó completamente y estuvo ensimismado una semana entera, por reloj, decúbito dorsal, sobre las calas del Papagayo, playa secreta y casi virgen en la costa sur de la isla. Siete días con sus noches junto al Atlántico lapislázuli, reencontrándose con la Naturaleza y, eventualmente, consigo mismo. Bajo cielos alternativamente solares y galácticos, resguardados de inclemencias por la perfecta meteorología de las Islas Canarias, que por algo se las llama Islas Afortunadas, una corriente oceánica venturosa, que por ahí discurre, suaviza todas las temperaturas: nunca hace frío, tampoco demasiado calor ni sus cielos jamás llueven. Solo hay céfiros o brisas oceánicas que con intermitencias crecen a viento. Eso y las costumbres ancestrales son tal vez las razones únicas de que los lugareños vivan bajo techo en lugar de al mero espacio abierto. En los dos primeros días los lugareños comentaron lo del alemán, pero después también eso cayó en el olvido. Porque en los tiempos actuales la isla está muy movida y no da para prestar exceso de atención a un alemán que se desnuda a meditar sobre la playa.
Desde siempre, Lanzarote fue apenas un confín inocurrente del archipiélago volcánico, un quieto y remoto apéndice de Tenerife y la Gran Canaria. Pero eso comenzó a cambiar, primero con los ajetreos y promociones del pintor loco Manrique y después, hace muy poco, con el alboroto que atrajo hacia la isla un galardón importante concedido por los reyes suecos de Estocolmo a un residente peculiar, hombre tranquilo, parco de locuacidades, portugués de anteojos llamado Saramago que circula por la isla en un auto muy traqueteado al que siempre manejan otros. Con El Premio, el portugués no cambió mucho sus costumbres austeras pero en Arrecife, el municipio capital, y Puerto del Carmen, donde están las boites ( buáts, se dice), las afluenicas extranjeras acrecieron frondosamente. Viene gente de todo pelaje y condición: señoras inglesas antiguas con capelinas, franceses con acentos ininteligibles, estadounidenses de la televisión y ahora este alemán desnudo sobre las arenas negras, en las calas. Se acercaron con canastas y le vendieron avituallamiento. En toda esa semana solo aceptó y comió papas arrugadas con mojo picón y vino blanco local de cepaje malvasía. Las papas arrugadas son papas hervidas con su piel en abundante agua bien salada; el mojo una salsa muy picante de oliva, ajo, ajíes y pimentón. Solamente los canarios y los sudamericanos que viven más al sur (argentinos, uruguayos, chilenos) llaman ¨papa¨ a la patata, dato curioso. El castellano de Lanzarote está lleno de similitudes e inflexiones del lenguaje rioplatense. Pero esto se le pasó por alto al neurocirujano de Munchen, desnudo sobre las calas de Papagayo. Las papas le gustaron. ¨Un poco scharf ¨, supo decir, pero con referencia al mojo.*
El coche de José Saramago es un Opel convertible, Corsa, cuyo año no puedo discernir; ni él ni su mujer, Pilar, lo manejan, de modo que permanece días seguidos inmóvil, en un terreno vecino a la casa. Pese a los destrozos producidos por el óxido, el mar sin duda, y a que el freno de mano no funciona, el coche camina y lo hace con ganas una vez que se lo pone en marcha. Nos transporta servicialmente de sur a norte y de este a oeste por esta isla tan extraordinaria que es Lanzarote.
Lo que la hace merecedora de su adjetivo es su tormentoso, caliginoso pero no tan remoto pasado: las erupciones de treinta volcanes, hacia 1730, no solo se tragaron poblaciones que sobrevivían penosamente, sino que tendieron un manto de piedra sobre una superficie enorme. Eso tuvo por efecto una diversidad de formas inaprensibles y dramáticas, de hendiduras y grutas, de colinas y súbitos agujeros. Pero además el predomino, en toda la isla, de un color gris sobre el que el blanco de las casas se entabla, como si luchara, saliendo ora vencedor, ora perdedor, en la pampa de piedra que rodea el Timanfaya.
Así pues, salimos en el automóvil guiados por Saramago, que explica todo lo que vemos a un lado y otro del camino. Su estilo descriptivo, considerado y razonable, no se parece al que se advierte de inmediato en sus libros, eso que los críticos llaman ¨el estilo Saramago¨ y de cuya intensidad es difícil desprenderse. Nos hace ver, con amorosa minucia, detalles, esbozos de historias, formas, colores. De ordinario, según él, un cielo límpido hace que se vean mejor todas esas maravillas que ha producido la lucha entre el fuego de las profundidades y el agua de la superficie. Esas texturas volcánicas de figuras retorcidas, silencios y torturado congreso de roca. Ahora, desafortunadamente, hay un exceso de viento y las nubes matizan y ocultan. Pero tampoco es de desdeñar el modo en que tiñen las aguas del mar que observamos, absortos, desde el Mirador del Río, una de las obras de César Manrique.**
*©Nicolás García Sáez, para la revista Ego, fragmento de la crónica realizada junto a **Noé Jitrik
Año 2000 / Lanzarote, Islas Canarias, España
Ego fue una revista de alto perfil, cuyo director era Jorge Lanata y su subdirector, Miguel Brascó. Había dos cronistas en esta publicación que se encargaban de los viajes: Martín Caparrós y yo.
Noé Jitrik (1928-2022), fue escritor, ensayista, docente, crítico literario y director del Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Buenos Aires.
José Saramago (1922-2010), fue un escritor portugués y premio Nobel de literatura.
Original impreso a disposición del/la interesado/a
