*La gata me despierta, ronroneando sobre mi pecho. ¿En qué momento le di tanta confianza? Hasta hace algunos pocos años solo era un ser vivo al que había que alimentar por mera compasión. Nunca me gustaron los gatos, decía siempre, casi orgulloso. En esta tanda de tantos recuerdos que anduve atravesando, no es difícil concluir que Tita y yo nos hicimos súper amigues durante la Cuarentena Medieval, Infumable y Autoritaria del 2020 y el 2021.
*Una chispa enciende la melena del león. La infusión se aprovecha sobre el suelo seco para que crezca el pasto verde. Granos de polen ocre y oro se deshacen en el agua tibia con tierra y miel. Así las cosas, la energía se alborota, pierde el rumbo.
* Hace rato que vengo probando decúbito, pero decido acceder sentado a mi propia meditación, sin guías, sin voces. sin reglas. Un rayo tenue de sol se cuela por las cortinas, el silencio es un velo delicado que se puede palpar, un instante es una gema, imaginemos toda una vida. Respiro. Me escucho. Vuelvo a respirar. Me vuelvo a escuchar. Es tan sencillo. Pero estoy acostumbrado al zarandeo -al igual que el 99,99 por ciento de los colegas de la población mundial- y cualquier pensamiento pasajero me distrae.
* Ajusto mi posición y mi espalda ya se encuentra paralela a la pared. Hay una gran diferencia con la pachorra que a menudo se apodera de uno cuando anda tumbado, intentando hacer algo que se parezca a meditar. Las cosas se desentienden mucho mejor, apuntan certeramente a la pureza, redoblan el respeto hacia el tesoro insondable que habita en el primer tramo de la paciencia. Un minuto, cinco, diez. Es muy curioso como, en quince minutos de quietud, se puede torcer el rumbo energético del día
© Nicolás García Sáez