Quiero dejar constancia de una epifanía, o algo así, ya que mi deseo es fraguar una suerte de catarsis placentera (¿oxímoron?) para que no quede estancada como una anécdota más, pululando entre las miles de imágenes que ocupan la memoria de mi celular.
A menudo no hace falta ir hasta la Polinesia para poder apreciar el prodigio. Hace algunos días, en la provincia de Córdoba, pintó el tiempo disponible para volver a viajar en el Tren de las Sierras, un vehículo encantador, mitad nostalgia, mitad practicidad, lenteja como pocos, que anda dando vueltas -con largas interrupciones en el medio- desde 1892 y cuyo ticket para desplazarse cuesta poco más que un turrón de oferta en algún kiosco suburbano.
En su momento, pude recorrer el tramo excelso que va desde Cosquín hasta una de las puntas de la ciudad de Córdoba y, a fines del año pasado, el otro que, en este caso puntual, iba a la inversa, desde La Cumbre hasta Capilla del Monte. Me faltaba este tramo, recientemente reinaugurado, el que va desde la ciudad de los ovnis y/o Valle Hermoso hasta la ciudad cada vez más emergente de Cosquín. Entonces fui a ver de qué se trataba.
El guarda que solicitaba los boletos no era aquel señor cordial, atento y panzón que en noviembre del 2024 despertó los recuerdos de mi infancia. Durante el trayecto, una anciana nos regaló un almanaque con la imagen de Jesús, otra señorita de sonrisa diáfana vendía alfajores caseros de algarroba con dulce de leche, un muchacho repetía las mismas canciones con su guitarra más o menos nueva y luego pasaba la gorra.
El sol radiante se colaba por las ventanillas y la mañana tenía el toque exacto de magia y clima ideal. El cielo era añil clarito, sin nubes, más tirando a ambiente de primavera sosegada que a tórrido estío con alacranes, cuartetos y alaridos. Los iones, siempre alborotados, parecían ponerse de acuerdo para favorecer su perfil más positivo y brindaban a viajeros y turistas un toque de extrañeza y templanza. Afuera, los paisajes se sucedían, uno atrás de otro: sierras, ríos, poblados, de repente un bosque y otro y luego otro más, todos parecían tragarse a los vagones hasta que eran escupidos en la próxima estación.
En ese estado de placidez atenta (¿medio oxímoron?), ya estábamos por llegar a la capital del folklore cuando, de repente, el vértigo, la adrenalina, la sorpresa se apoderaron de mí. Unos rieles, cuya exigua anchura cuelga hace decenas de años sobre el mismo abismo (imagen que acompaña este texto, tomada desde el balneario de La Toma), eran testigos del desplazamiento mientras soportaban todo el peso de la mole lenta y cuidadosa, con más de un centenar de pasajeros en su interior. Algunos y algunas, confiadísimos, parecían no percatarse del peligro, que no dejaba de ser una posibilidad, aunque todos apostamos a llegar sanos y salvos a nuestro destino. Y no es que no se tomasen precauciones, la conducción del tren era impecable, pero pensé en todas las veces que nos subimos a medios de transporte y nos dejamos arrullar por la suerte. Vi a un señor con una revista, jugando a los crucigramas. Supongo que una confianza parecida he tenido yo cuando viajaba en aquellos ómnibus destartalados, sobre precipicios bolivianos o asturianos, de noche, cantando, sonriente, sin cinturón de seguridad, así, a la que te criaste, con mi mochila y una inconciencia que, por suerte o por desgracia, ya no me acompaña tanto. Al fondo de esos precipicios, cuando amanecía, podía verse la chatarra oxidada que, en algún momento, había funcionado, y luego sucumbido por alguna maniobra equivocada o alguna mala jugada de la meteorología. También recordé aquella vez que el mismísimo Macchu Picchu apareció, de repente, ante mis ojos, luego de cuatro días de ardua caminata y aventuras extremas por el Camino del Inca, aquel que hicieron los mismos que construyeron una de las maravillas del mundo.
Así las cosas, damas y caballeros, la epifanía en todo su esplendor la pude encontrar casi a la vuelta de la esquina. La experimenté, junto a una buena dosis de vértigo dulce, hace algunos días, viendo un paisaje alucinante, con el río ancho y caudaloso por las lluvias del verano, el cielo inmenso y la vegetación ubérrima junto a los turistas que aparecían como puntitos multicolores dentro de un cuadro que el mismo devenir iba pintando.
Texto y foto: © Nicolás García Sáez